Esta mañana en el metro de Manuel Becerra a Ópera iba sentado un señor vagabundo, con barbas largas, sucio y un poco maloliente. Estaba dormido profundamente, con la boca abierta. Entre él y yo había un asiento libre, el único que quedaba en todo el vagón, y alrededor, de pie, un montón de gente. En Príncipe de Vergara se ha subido una chica de unos treinta años con una niña de cuatro. La madre leía una publicidad. La niña, mirándome a mí y mirando al señor de las barbas largas, se ha sentado entre los dos apoyando su mano en la pierna de él. Ha sacado una bolsa llena de chucherías y se las ha ido comiendo tan feliz, mirándonos a los dos de vez en cuando. Madre e hija se han bajado en Sevilla. Al ver un asiento libre una señora muy bien vestida y enjoyada se ha tirado corriendo a él, para que nadie se lo quitase. Una vez sentada y colocado su pelo y su chaqueta ha mirado al señor de las largas barbas y como si hubiese visto al diablo se ha levantado más rápido que cuando se sentó. Nadie ocupó su lugar, bueno, mejor dicho, nadie ocupó el lugar donde la niña de cuatro años hacía pocos minutos iba comiéndose sus chucherías.